Si menciono a Roald Dahl, puede que no haya una gran cantidad de personas a la que le suene tal nombre. En cambio, si enumero libros infantiles como Las brujas, Charlie y la fábrica de chocolate, James y el melocotón gigante, El gran gigante bonachón y Matilda, seguramente este autor resulte más conocido.
Durante los primeros años noventa, cuando yo aún iba a caballo entre la infancia y la adolescencia, y todavía no había aterrizado en España el fenómeno de Harry Potter y la moda de las sagas de historias que se estiran hasta el infinito y más allá, los libros de Roald Dahl me causaron fascinación por su extraordinaria imaginación. Sus cuentos eran protagonizados por niños, comúnmente acosados por villanos, y a menudo recurrían a la magia o a sus capacidades especiales para superar cuanto obstáculo se les interpusiera en el camino. Las páginas de estos libros se encontraban plagadas de una sustancia invisible que te mantenía pegado a ellas, una materia que por aquel entonces no supe identificar, pero que ahora sí alcanzo a reconocer: dosis de humor negro y dulce crueldad adaptadas para niños.
Yo ya sabía que Roald Dahl tenía otra faceta más adulta, pero nunca le presté demasiada atención hasta que cayó en mis manos este Relatos de lo inesperado. Parecía la ocasión perfecta para comprobar hasta qué punto desplegaba su arsenal de humor negro y crueldad, y por qué motivo Alfred Hitchcock había adaptado para la televisión muchas de sus historias.